martes, 29 de noviembre de 2011

Temarios y forma de evaluación por grado para diciembre.

Forma de evaluación del mes de diciembre:

Evaluación continua:     100%

Trabajo en clase:              20%
Tareas:                              20%
Lectura de los viernes:     20%
Sesiones de ortografía:     20%
Proyecto:                          20%

PRIMER GRADO

 1) El cuento
- Definición
- Estructura

  • Trama
  • Secuencia (presentación o planteamiento, desarrollo, clímax y desenlace)
  • Personajes (principales, secundarios e incidentales)

2) Proyecto IV

El cuento

3) Libro de ortografía.
Lección 6.

Págs. 30 a 35
- Adverbios terminados en  mente
- Uso de las letras  s, c y z


SEGUNDO GRADO
1) El periódico

  • Estructura
  • Géneros periodísticos:

- La entrevista
- Noticia
- Crónica
- Reportaje

2) Proyecto IV

 La entrevista


3) Libro de ortografía
Lección 9.

Págs. 60 a 65
- Comillas
- Letra r y dígrafo rr


TERCER GRADO

1) Barroco

  • Definición y características del movimiento literario
  • Culteranismo y conceptismo
  • Autores y obras representativas
  • Análisis de poesía
  • Sor Juana

2) Proyecto IV

 Poesía coral

3) Libro de ortografía.
Lección 2.

Págs. 12 a 17
- División silábica
- Sílabas tónicas y átonas
- Clasificación de las palabras por la localización de su sílaba tónica


Entrevista a Paco Ignacio Taibo II

         
En Paco Ignacio Taibo II convergen la pasión de la novela negra, la historia y una postura política bien definida (Foto: EFE / Juan González )








Carlos Rojas Urrutia
El Universal
Ciudad de México Miércoles 28 de enero de 2009
14:06
Paco Ignacio Taibo II es uno de los escritores mexicanos imprescindibles por su manera de conducir la tradición literaria europea y norteamericana de la novela negra y al mismo tiempo romper con ella para crear una visión original de la justicia y el crimen en México. Ofrecemos un fragmento de una conversación con el autor, donde explica cómo convergen en él la pasión de la novela negra, la historia y una postura política bien definida.

- Tu obra es una de las más prolíficas en el universo de la literatura mexicana…
-He contestado 200 veces a la pregunta: ¿por qué escribes tanto?, y digo: escribo porque encontré la clave para descansar de la escritura escribiendo. Pasar de la literatura a la historia es una forma de descansar directamente, me divertía mucho y además lo gozaba. Había logrado quemar los períodos de seca que todo escritor tiene y que yo mismo viví a ratos en la literatura, por la falta de ganas...la historia te permite ese descanso y viceversa.

-Sin embargo, en toda tu obra la historia se le cuela a la aventura y a lo policíaco y viceversa...
-De repente se me juntaron las esquizofrenias...Me era evidente que en los espacios de la novela de aventuras, donde experimentaba, se perfilaba la novela policiaca histórica:... Primero De paso y Sombra de la sombra; luego de a tiro La lejanía del tesoro. En Cuatro manos hay un montón de rejuegos históricos combinados con las historias contemporáneas… es el encuentro de dos perspectivas dentro una misma línea: la novela de aventuras, conducida en su interior por la acción. Eso, para mi, es un virtud. Una visión y un tratamiento complejo de los problemas formales.

-¿Por qué decides nombrar novela policiaca un trabajo literario que aspira a una amplitud mayor que el conjunto de reglas que norman "lo policíaco"?
-Me gusta la etiqueta, porque tiene un equivalente moral que a mi me encantó desde que era adolescente; cuando supe que Elderidge Cliver salió de la cárcel y llegó a la primera conferencia de prensa que dio en su vida con una sandía debajo del brazo. La puso en la mesa, la partió, se puso a comerla y les escupía las semillas a los periodistas de enfrente y dijo: "sí señores, yo soy el negrito sandía, y qué pedo". Ante la calumnia inculta que se práctica en este país, y que se practicó sobre todo, ya están derrotados la bola de comemierdas contra las literaturas de acción. Sí, era muy divertido decir somos la literatura policiaca y cuál es la bronca. Soy un provocador nato y ni modo, no lo puedo evitar.

-La literatura policial contemporánea se escribe mayoritariamente en idiomas distintos al español, está es ya, una distancia; sus reglas de composición responden y se corresponden al orden político y moral de otra cultura, ¿qué problemas ofrece el tránsito por lo policíaco?
-Creo que es un género que aporta más virtudes que defectos. Es curioso porque podrías pensar lo contrario, pero te aporta un centro dramático, nada menos: el problema del crimen en el centro de la novela: una visión de la sociedad crispada en torno al hecho criminal y no en la naturalidad y la apariencia. Te brinda la oportunidad de politizar la descripción de la ciudad como eje narrativo y el hecho criminal como crimen de Estado. Esto significa poder presentar toda una visión política sin necesidad de meterla con calzador. Además contiene todas las virtudes de la novela de aventuras: la acción, la tensión, la intriga. De entrada, el género te aporta todo eso. El único defecto es su obligada estructura carcelaria: crimen-investigación-resolución. Y bueno, dentro del género hay que buscar experimentaciones para romper está cárcel, para que no te limite.

-En tu literatura hay un profundo sentido de la justicia, tan agudo, que podríamos confundir tu vocación artística con una vocación militante. Hay también un diálogo con una tradición que no es sólo literaria, es cinematográfica, política…
-Son dos cosas: primero, es el punto de partida de la venganza de Cuauhtémoc, esta ejemplificado en una frase popular, que dice: "nos la metieron pero se las cagamos". Está es la frase más violenta que yo he oído en mi vida, como reflexión de la friega que nos pusieron, pero de todas maneras medio nos desquitamos. Me parece simbólica, deberían de ponerla en alguna bandera. A pesar de las palizas resistimos. Yo la traduzco de una manera literaria, menos brutal: ante la injusticia general vamos a ganar una de vez en cuando. Está en Adios, Madrid: nos pueden dominar los espacios de la realidad, pero no los espacios de los sueños. En mis novelas puedo matar a Díaz Ordaz y ahí está la venganza de una generación entera de estudiantes que no pudimos vengarnos de su voluntad criminal, de su intento serio y sistemático por aniquilar a los estudiantes que éramos entonces. Esta idea de la justicia va más allá de la legalidad, y la novela policiaca la expresa muy bien: reparación de injusticias, deshacimiento de entuertos. Está en toda la literatura, no es nada nuevo.

-El sentido de la justicia, indispensable, según Hemingway, en todo escritor, en PIT II se acompaña de una crítica violenta y frontal, desde dentro y de fuera de la literatura...hay quien relaciona está actitud con la de un militante de izquierda...
-Está bien, si me consideraran una gente de derecha, me suicidaba, me tomaba un café envenenado para que se me quitara lo puto y lo pendejo. Soy un hombre de izquierda y milito. La literatura es la literatura, no un espacio de militancia política. Si lo es, es de militancia literaria. Escribo como loco, obsesivamente; y cuento las historias que quiero contar. Es evidente que estoy en lo que escribo, ese soy yo y no me interesa para nada disasociarlo. Pero me preocupa que el que soy como militante, no sea el que escribe las novelas...

-¿Hay que estar enojado para escribir novelas?
-Un novelista sin percepción de esta ciudad y de su desmadre, no puede hacer novelas contemporáneas. Y un novelista que no tenga una clara percepción de que hay un pinche lugar en Miami y en Austin para toda la pinche mafia que domina hoy este país, y que deberían irse de una vez, no haría novelas divertidas. Pero en lo que escribo también hay una reconexión con otras cosas, que como historiador he estado viviendo en los últimos veinte años y que se originó en el 68; un movimiento que presentaba una especie de flanco débil, que era la ausencia de conexión del movimiento estudiantil con los espacios y tradiciones nacionales. Tenía más importancia Jane Fonda y Ho Chi Ming que Vicente Guerrero, porque a Ho Chi Ming y a Jane Fonda los conocíamos y a Guerrero no. Este reencuentro que produce el vacío del 68 con la historia de México, con los pasados cercanos y lejanos, está como obsesión en mi literatura. Está la idea de que no siempre el periodismo mexicano fue corrupto, lo corrompieron. Por otro lado, está la concepción del diálogo en John Dos Pasos, que yo creo que mame cuando era niño y que nunca me la he podido quitar de encima. Es la idea de que los diálogos no son funcionales y no sirven para hacer avanzar la novela sino para contar a los personajes. También eso esta ahí y Dos Pasos es tan importante como la defensa de las banderas de Guillermo Prieto, Riva Palacio, Altamirano, Ramírez. Odio los diálogos funcionales cargados de información: No hay nada que me moleste más que alguien entre en una novela y diga: "pasaste a las tres a ver a no sé quien, porque tenías que hacer esto y lo otro", además nadie habla así en la vida, nadie habla para que la vida avance anecdóticamente, chingá.

-¿Tu literatura es s la novela que se escribe todos los días con la vida real en la ciudad de México?
-Esta ciudad vive al borde del accidente último: llámalo temblor, llámalo desbordamiento de los canales de aguas negras, inundación de mierda del DF, gran apagón, llámalo como quieras, pero está podrida su infraestructura de defensa técnica, está podrida por la corrupción y por la ineficiencia del aparato estatal. Los mexicanos la han vivido y viven situaciones límites una y otra vez. Cómo carajos es que aquí, en la ciudad más grande del mundo, no se han escrito las novelas del postholocausto, del DF inundado de mierda…
-Ahora me explico por qué entran y salen tantos personajes de tus novelas, con la misión única de interrumpir a los protagonistas del relato...
-Sí. Desde que escribí mi primera novela, me juré que siempre entraría un vendedor de lotería a vender un vigésimo en el momento más inoportuno, cuando nada tenía que hacer ahí, cuando estorbaba al avance de la novela, que esta vida rara incursionaría en la literatura de tal manera que le estorbara. Siempre hay alguien estorbándole a la novela porque la vida es así, está llena de cuates que te hablan por teléfono cuando no debieran. La llamada telefónica inoportuna es la esencia de la vida. Es la prueba de nuestra incapacidad de avanzar en línea recta.
-Esto es una forma de contaminar de insignificancias la literatura...
-Claro, la intención es contaminar la literatura funcional de aspectos disfuncionales. Es fundamental contaminarlo con los absurdos nacionales, para impedir que un género tan normado como la novela policiaca, donde el que mató en la página uno tiene que aparecer en la treinta y siete, se te vuelva un género puramente funcional y empobrecido, hasta convertirse en una narrativa cerrada a la Historia, yo diría esclava de la anécdota, que ese es el mayor riesgo que uno tiene.

-En los últimos 30 años las búsquedas literarias mexicanas se han debatido entre el hallazgo del lenguaje y la anécdota…
- En México no se practica la anécdota. Obviamente soy el mejor anecdotizador de este país porque a todos les vale madres. Hay narradores en este país, a quienes de repente les preguntas, qué estás contando, y no te lo pueden decir, es patético. Así como hay preocupaciones formales por el uso de la metáfora, ya debería de haber una preocupación formal por el uso de la anécdota, del manejo anecdótico.

-¿Cómo descubriste que la imaginación novelesca que te habita era capaz de hacer reir?
-Está en la literatura que hago, porque está en mi vida. No me puedo librar de él, pero no lo busco de manera racional, se expresa en lo que escribo. Se trata de una combinación de humores, y una abundancia de albures que me gustan mucho, me gus-ta, la- le-pe-rez - na-cio-nal... el humor negro más que gustarme está ahí... cuando escribo sale, es como una exorcización de demonios. Si llevo las cosas a sus límites brutales y me rió de ellas, estoy de alguna manera impidiendo que sucedan, es como una invocación a los brujos: yo sé que me vas a chingar, pero déjalo para mañana, que pinche prisa tienes. ¿No dices eso todos los días en la mañana?, te levantas y dices: virgencita de Guadalupe, yo sé que me quieres dar en la madre, pero qué pinche prisa… eso es muy mexicano.

-¿Al término de una novela sigues siendo el mismo?
-Toda novela implica un proceso de aprendizaje que no creo que sea tan radicalmente diferente del que vive el lector. Tengo un doble aprendizaje, uno emocional y otro formal. Cada novela implica este aprendizaje, pero quizá el esencial sea emocional: el acto de escribir una novela, de leerla, de tener un cabrón que te esta contando historias en el oído, ese es un acto transformador, revolucionario, radical.

-Novelas como Ensayo de un crimen de Usigli y El complot mongol de Rafael Bernal, junto a tu Días de combate son ya una especie de clásico en la narrativa mexicana...
-No, chinguen su madre los clásicos, me gusta que me llamen y me digan, no me gustó Días de combate, aunque la escribí hace más de 20 años. No mames, pinche crítica que llega de rebote con 15 años de distancia....yo ya ni soy ese, pero está bien…

-Clásico en el sentido de que genera otras literaturas, genera otras obras, ¿tal vez sin tu trabajo otros autores no se hubieran atrevido en lo policiaco?
-Estoy plenamente consciente de que soy el propietario de una tiendita, que se llama el neopoliciaco mexicano y trato de ser el propietario más gentil y más amable. Es una tiendita donde se fía a todo el mundo, la puerta está abierta y tenemos tiempo compartido. Pero también es muy evidente que he escrito 16 novelas policiacas en México, soy el 72% de la producción nacional del neopoliciaco. ¿Entonces? bueno, no pasa nada, es mi tiendita, pero hay lugar para mucha gente que esta ahí y para mucha que va a llegar. Hay una especie de genio ojete que te dice "ahí tienes el éxito guey, órale es fácil, ya sale sola, y te va a dar lana, además a todo el mundo le gusta, no hay bronca", entonces hay que agarrar a chingadazos al pinche genio, porque te mata como escritor, y esta ahí sin duda.

Cuadro de autores y sus cuentos por subgénero

Cuadro de autores y cuentos

por subgénero



Subgénero
AutoR
Texto o cuento
Ciencia Ficción
Ray Bradbury
Philip k. Dick

H. g. Wells
Arthur v. Clarck
Edmond Hamilton
Isaac Asimov
Robert Silverberg

Huracán a divertían!
Lo recordaremos por usted perfectamente
El nuevo acelerador
Lección de historia
Exilio
Recuerdo Perdido
El sexto palacio

Fantástico
Jorge Luis Borges
Lord Dunsany
Leopoldo Lugones
Oscar Wilde
Hay horror en los ojos de Caín
Carlos Fuentes
La noche boca arriba
El Aleph
El coco
Los caballos de Abdera
El natalicio de la infanta
Ricardo Bernal
Buena compañía
Julio Cortázar

Terror
H.P. Lovecraft
Edgar Allan Poe
La cabellera
El entierro de las ratas
La imagen de la muerte
El síncope blanco
El monte de las ánimas
Número de ciudad pecado
El corazón delator
Guy de Maupassant
Bram Stoker
Stephen King
Horacio Quiroga
Gustaco Adolfo Bécquer
Maravilloso
Los hermanos Grimm
Los cisnes salvajes
Riquet, el del copete

Rumpelstikin
Hans Christian Andersen
Charles Perrault
Policiaco
Arthut Conan Doyle
Jorge Luis Borges
Agatha Christie

Los llevada hombresitos
La espera
El acantilado



Profr. Sergio Raúl Vázquez Garduño

lunes, 28 de noviembre de 2011

Entrevista a Cristina Pacheco

■ La periodista celebra 30 años de su programa televisivo Aquí nos tocó vivir

Sólo cuento historias que no son un espectáculo, expresa Cristina Pacheco


■ “Hay un deterioro muy grande de la vida social, las personas tienen miedo y desconfianza”

■ Recomienda a los jóvenes no asumir el oficio como antesala de riqueza y fama

Mónica Mateos-Vega

Ampliar la imagen La periodista Cristina Pacheco, durante la entrevista con La Jornada La periodista Cristina Pacheco, durante la entrevista con La Jornada Foto: Jesús Villaseca
Sin libertad, imaginación, valor y honestidad no se puede hacer periodismo, afirma Cristina Pacheco, quien celebra tres décadas de su programa Aquí nos tocó vivir, espacio que se mantiene en Canal Once del Instituto Politécnico Nacional para mostrar los rostros, con nombre y apellido, de los auténticos edificadores del país.
Apasionada de su oficio de periodista, la autora de la columna dominical Mar de Historias, que se publica en La Jornada, ha visto cambiar la ciudad de México desde sus entrañas.
Principalmente, expresa en entrevista, en los recientes 30 años ha habido “un deterioro muy grande de la vida social. Las personas tienen mucho miedo, mucha desconfianza”.
“Ha habido un empobrecimiento terrible, muchas mujeres solas con hijos, muchas familias rotas; la agresión, notabilísima, en la pareja, y mucha violencia en el lenguaje que antes no aparecía, una suerte de descuido muy grande. Además, todo mundo quiere irse, no sabe adónde, pero quiere salirse.
“Claro, por otra parte, existen personas enamoradas del Distrito Federal, del país, pero muy decepcionadas de las autoridades, de los políticos y los partidos. Dicen: ‘yo creía en ellos, pero ya no, todos son iguales’. También hay mucho talento desperdiciado por todas partes.”
Discípula de Fernando Benítez
Cristina Pacheco también afirma que los niños de ahora ya no se comunican igual que los de hace 30 años: “Cuando empecé a trabajar en Aquí nos tocó vivir los pequeños hablaban más, tenían un lenguaje muy vasto. Antes me contaban todo, ahora dicen ‘no sé’, ‘chido’, ‘a toda madre’, ‘sí’, ‘no’, y ya. No hay vida familiar en la cual se intercambien relatos, ¿a qué hora, si muchas madres trabajan? No hay lenguaje en los niños.”
De uno de sus grandes maestros, Fernando Benítez, la periodista conserva una gran enseñanza: “Él me decía, ‘tú aviéntate cuando tengas una curiosidad, echa todas las cartas, si te va mal, ya te irá bien otro día, pero ten valor, imagina cosas, que si algo nunca se ha hecho, tú hazlo, si fracasas, vuelve a empezar”.
Ahora Cristina se ha convertido, sin quererlo del todo, en un ejemplo para muchos jóvenes que desean dedicarse al periodismo, a quienes, sin que suene a consejo (pues no le gusta darlos), les dice “que la vida está más allá de las pantallas de televisión; no tomen este oficio como una antesala de la riqueza y de la fama.
“Yo no me he hecho rica. Para que más o menos se comenzara a considerar el programa Aquí nos tocó vivir me llevó 15 años, sin fallar ni un sábado. Simplemente soy una periodista que cuenta historias que no son un espectáculo. No metemos escenografía, ni una piedrita o un basurero. Lo grabamos como va.
“A veces hay cosas desagradables, pero así es como las personas lo están viviendo, y así se queda. Es un documento que habla de dónde y cómo vivimos, quiénes somos y fuimos, y adónde vamos.
“Nunca hemos repetido un programa, nunca hemos dejado de grabar el jueves, ni estando enferma, jamás. Así debe ser, eso lo aprendí de José Pagés Llergo.
“Él me decía, ‘tu página es la 38 y la tienes que defender como perro, porque hay muy buenos periodistas y a lo mejor tú no lo eres tanto. Si te cambio de página nadie te va a buscar, pero si estás siempre en la 38, los lectores van a decir ahí está y hay que verla’.
“Ese es el éxito para mí, estar a la hora y en el lugar en el que uno está; aunque me lean o no, yo cumplí con lo mío, fui fiel a mi trabajo y punto.”
La experiencia humana
–¿Cómo celebrará los 30 años de Aquí nos tocó vivir?
–Como siempre, trabajando. Salimos a La Merced y me sorprendí porque nunca la había visto vacía, nunca había podido estacionarme a 20 cuadras porque estaba atascado. Y se lo dije al delegado de Venustiano Carranza. Las personas ya no van a La Merced por miedo, por inseguridad, por la crisis económica.
–¿Las personas la protegen en sus incursiones por tantos rincones de la ciudad?
–Me ayudan, me acompañan. Por ejemplo, cuando voy a Tepito, que me encanta, me dejan entrar, son muy generosos y atentos. Las mujeres desde sus balcones me dicen que ahí están echando el ojo.
“Cuando vamos con la cámara, que es una tentación muy grande, ellas les dicen a los muchachos, entre broma y en serio, que no nos vayan a hacer nada.
‘‘O me quieren regalar cosas, que no acepto porque les digo que esas cosas pertenecen a sus edificios que me gustan tanto, o me dicen ‘aquí no se siente porque ése es el lugar del fantasma’, cosas que nunca había oído, todo maravilloso.
“Cada conversación es como hacer un viaje, y eso es lo único con lo que se queda uno en este trabajo: con la experiencia humana.”
El Fondo de Cultura Económica también se suma a la celebración por los 30 años del programa de Cristina Pacheco, con la publicación de dos títulos de la autora: Al pie de la letra: entrevistas con escritores y La luz de México: entrevistas con pintores y fotógrafos, los cuales se encuentran ya en librerías.

domingo, 27 de noviembre de 2011

Cuento de suspenso

Un hombre con manías, de Robert Bloch

Serían más o menos las diez cuando salí del hotel. La noche era cálida y necesitaba beber algo. Era insensato probar en el bar del hotel porque el lugar era como un manicomio. La Convención de jugadores de bolos también lo había invadido.

Bajando por la avenida Euclid tuve la impresión de que todo Cleveland estaba lleno de jugadores de bolos. Y lo curioso es que la mayoría de ellos parecían ir en busca de algo que beber. Cada taberna que pasé estaba abarrotada de hombres en mangas de camisa, con sus
distintivos. Y no porque necesitaran identificación, la mayor parte llevaba en la mano la característica bolsa con la bola dentro.


Cuando Washington Irving escribió sobre Rip van Winkle y los enanos, demostró que entendía perfectamente a los jugadores de bolos.

Bueno, en esta Convención no había enanos... sólo bebedores de tamaño natural. Cualquier zumbido de truenos de las distantes montañas hubiera sido ahogado por los gritos y las carcajadas.

Yo deseaba quedar al margen. Así que dejé Euclid y seguí andando al azar, en busca de un lugar tranquilo. Mi propia bolsa empezaba a pesarme. En realidad, me proponía llevarla a la estación y dejarla en consigna hasta la hora del tren, pero antes necesitaba beber.

Por fin encontré un lugar. Era un local oscuro, tétrico, pero también desierto. El encargado de la barra estaba completamente solo, en un extremo, escuchando un partido por radio.

Me senté cerca de la puerta y deposité la bolsa sobre el taburete, a mi lado. Pedí una cerveza:

-Tráigame una botella -dije-, así no tendré que interrumpirle.

Lo hacía sólo por mostrarme amable, pero podía haberme evitado la molestia. Antes de tener la oportunidad de volver a su partido, entró otro cliente.

-Whisky doble, olvídese del agua.

Levanté la cabeza.

Los jugadores de bolos habían ocupado efectivamente la ciudad. El cliente era un hombre grueso, de unos cuarenta años, con arrugas que le llegaban casi arriba de la calva. Llevaba abrigo y la inevitable bolsa: negra, abultada, muy parecida a la mía. Mientras le miraba, la colocó cuidadosamente sobre el taburete contiguo y alcanzó su vaso.

Echó la cabeza hacia atrás y tragó. Pude ver el movimiento de su cuello blancuzco. Luego empujó el vaso vacío:

-Otro -dijo al de la barra- . Y baje la radio, ¿quiere, Mac?

Sacó un puñado de billetes. Por un momento la expresión del de la barra dudó entre una mueca y una sonrisa. Pero al ver los billetes lloviendo sobre la barra, ganó la sonrisa. Se encogió de hombros, manipuló el control del volumen y redujo la voz del comentarista a un lejano zumbido. Yo sabía lo que estaba pensando: "Si me pidiera cerveza le mandaría al infierno, pero está pagando whisky".

El segundo vaso bajó casi tan de prisa como el volumen de la radio.

-Otro -ordenó el fornido.

El de la barra volvió, le sirvió, cogió el dinero, lo metió en la caja registradora y marchó al extremo del mostrador. Allí se agachó sobre la radio, tratando de captar la voz del comentarista.

Contemplé cómo desaparecía el tercer vaso. El cuello del desconocido era, ahora, de un rojo vivo. Tres vasos de whisky en dos minutos producen maravillas en la tez. También sueltan la lengua.

-Juegos de pelota -masculló el desconocido-. No comprendo cómo alguien puede escuchar ese rollo... -se secó la frente y me miró-. A veces uno tiene la idea de que no hay nada más en el mundo que aficionados al béisbol. Un puñado de locos desgañitándose por nada, durante todo el verano. Luego viene el otoño y empiezan los partidos de fútbol. Exactamente igual, sólo que peor. Y tan pronto termina, empieza el baloncesto. ¡Santo Dios!, pero ¿qué ven en ello?

-Todo el mundo tiene alguna manía -dije.

-Sí. Pero, ¿qué clase de manía es ésta? Quiero decir, ¿quién puede excitarse al ver a un grupo de monos peleando por agarrar una pelota? No me digan que les importa de verdad quién pierda o quién gane. Muchos van a un partido por diferentes razones. ¿Ha ido alguna vez a ver un partido, Mac?

-Alguna que otra vez.

-Entonces ya sabe de lo que estoy hablando. Les ha oído allí; les ha oído gritar. Ésta es la razón por la que van... por gritar. Y, ¿ qué es lo que gritan? Se lo diré : ¡Maten al árbitro! Si, eso es lo que gritan: ¡Muerte al árbitro!

Terminé rápidamente lo que me quedaba de cerveza y empecé a bajar del taburete.

-Venga, una más, Mac -me dijo-. Le invito.

Sacudí la cabeza.

-Lo siento, tengo que coger el tren a medianoche.

Miró el reloj.

-Tiene tiempo de sobra.

Abrí la boca para protestar, pero el de la barra estaba ya abriendo una botella y sirviendo whisky al forastero. Éste volvía a hablarme:

-El fútbol es peor. Uno puede hacerse mucho daño jugando al fútbol, algunos se lastiman de verdad. Y esto es lo que la gente quiere ver. Y chico, cuando empiezan a gritar pidiendo sangre, se le revuelve a uno el estómago.

-No sé. Después de todo, es una forma inocente de liberar las represiones.

Puede que me entendiera, puede que no, pero asintió con la cabeza.

-Libera algo, como usted dice, pero no estoy seguro de que sea tan inocente. Fíjese en el boxeo y en la lucha libre. ¿Llama usted deporte a eso? ¿Le llamaría pasatiempo, manía...?

-Bueno -ofrecí-, a la gente le gusta ver cómo se sacuden.

-Claro, sólo que no lo confiesan -su rostro ahora estaba completamente rojo; empezaba a sudar-. ¿Y qué me dice de la caza y la pesca? Si lo piensa bien, viene a ser lo mismo. Sólo que ahí es uno mismo el que mata. Coge un arma y dispara contra un pobre animal tonto. O corta un gusano vivo y lo mete en un anzuelo y el anzuelo corta la boca de un pez, y usted lo encuentra excitante, ¿no?, cuando entra el anzuelo y pincha y destroza...

-Espere un momento. Puede que no esté mal. ¿Qué es un pez? Si así se evita que la gente sea sádica...

-Déjese de palabras rimbombantes -me interrumpió. Luego me guiñó el ojo-. Sabe que es cierto. Todo el mundo siente esta necesidad, tarde o temprano. Ni los juegos ni el boxeo les satisfacen realmente. Así que, de vez en cuando o con frecuencia, necesitamos tener una guerra. Entonces hay una buena excusa para matar de verdad. Millones.

Nietzsche creía ser un filosofo lúgubre. Tenía que haber sabido lo de los whiskis dobles.

-¿Que solución encuentra? -me esforcé por eliminar el sarcasmo de mi voz-. ¿Cree que se haría menos daño si se suprimieran las leyes contra el crimen?

-Tal vez -el calvo contempló su vaso vacío-. Depende de quién fuera asesinado. Supóngase que sólo se asesinara a vagos y vagabundos. O a las putas, quizá. Ya me entiende, alguien sin familia, sin parientes, sin nada. Alguien que no se echara en falta. Uno podría salirse sin que le cogieran.

Me incliné hacia delante, y mirándole fijamente le pregunté:

-¿Cree que podría?

No me miró. Contempló su bolsa antes de contestar.

-Entiéndame, Mac -dijo con una sonrisa forzada. Yo no soy un asesino. Pero estaba pensando en un tipo que solía hacerlo. Aquí, en esta ciudad, además. Pero de eso hará unos veinte años.

-¿Le conoció?

-No, claro que no. Nadie le conocía, ahí esta lo bueno. Por eso se libraba siempre. Pero todo el mundo sabía de él. Lo único que había que hacer era leer los periódicos -terminó su vaso-. Le llamaban el Sajatorsos de Cleveland -continuó-. En cuatro años cometió trece asesinatos, en Kingsbury y por los alrededores de Jackall Hill. La Policía se volvía loca tratando de encontrarle. Suponían que venía a la ciudad los fines de semana. Encontraba algún desgraciado o atraía a un vagabundo a un callejón o en los vertederos cerca de las vías. Les prometería darles una botella o algo. Y haría lo mismo con las mujeres. Después sacaba su navaja.

-Quiere decir que no eran pasatiempos, que no se engañaba. Iba a matar.

El hombre asintió.

-En efecto. Verdaderas emociones y un auténtico trofeo final. Verá, le gustaba cortarles sus...

Me puse en pie y alargue la mano hacia la bolsa. El forastero se rió:

-No tenga miedo, Mac. Ese tío abandonó la ciudad en 1938 o así. Quizá cuando empezó la guerra se fue a Europa y allí se alistó. Formará parte de algún comando y así siguió haciendo lo mismo... sólo que entonces era un héroe en lugar de un asesino. ¿Me comprende?

-Tranquilo -le dije-. Le comprendo muy bien. Pero, no se lo tome así. La teoría es suya, no mía.

Bajó la voz:

-¿Teoría? Puede que sí, Mac. Pero esta noche he tropezado con algo que le impresionaría de verdad. ¿Por qué supone que he estado tragando todos esos vasos?

-Todos los jugadores de bolos beben -le dije-. Pero si realmente piensa así de los deportes, ¿cómo se ha hecho jugador de bolos?

El calvo se acercó a mí:

-Un hombre tiene derecho a tener manías, Mac, o estallaría. ¿Entiende?

Abrí la boca para contestarle, pero antes de poder hacerlo oí otro ruido. Ambos lo oímos a la vez... el zumbido de una sirena en la calle.

El de la barra levantó la cabeza y comentó:

-Parece como si viniera hacia aquí, ¿verdad?

El calvo se puso de pie y se encaminó a la puerta. Corrí tras él:

-Tome, no se olvide de la bolsa.

Ni me miró. Murmuró:

-Gracias. Gracias, Mac.

Y se fue. No se quedó en la calle, sino que se perdió por un callejón entre dos edificios cercanos. En un momento desapareció. Me quedé en el umbral mientras la sirena atronaba la calle. Un coche patrulla se detuvo frente a la taberna, pero no paró el motor. Un sargento de uniforme llegaba siguiéndole por la acera, corriendo, y se paró sin aliento. Miró la acera, miró el interior de la taberna, me miró a mí.

-¿Ha visto a un hombre grueso, calvo, con una bolsa de jugador de bolos? -jadeó.

Tuve que decirle la verdad.

-Pues, sí. Salió de aquí no hace ni un minuto...

-¿En qué dirección?

Señalé entre los dos edificios y él gritó unas órdenes a los hombres del coche patrulla. El coche arrancó y el sargento se quedó atrás.

-Cuénteme -me dijo, empujándome otra vez dentro.

-Está bien, pero, ¿de qué se trata?

-Asesinato. En el hotel de la Convención de jugadores de bolos. Hace cosa de una hora. El botones le vio salir de la habitación de una mujer, y sospechó que era un amigo del bien ajeno, porque le vio utilizar la escalera en lugar del ascensor.

-¿Amigo de lo ajeno?

-Ratero... ¿sabe? Rondan las convenciones, se meten en las habitaciones y roban lo que pueden. En todo caso, este salió corriendo de la habitación. El botones se fijó bien en él y avisó al policía de la casa. El policía encontró a la mujer en la cama. Le había rebanado el cuello, y bien. Pero el tipo llevaba mucha ventaja.

Respiré profundamente:

-El hombre que estaba aquí -dije-. Robusto, calvo... Estuvo hablándome del Sajatorsos de Cleveland. Pero pensé que estaba borracho o que...

-La descripción del botones concuerda con la que nos dio un vendedor de periódicos de esta calle. Le vio venir hacia aquí. Como usted dice, era robusto y calvo.

Se quedó mirando mi bolsa.

-Se llevó la suya, ¿verdad?

Afirmé con la cabeza.

-Esto fue lo que nos ayudó a seguirle hasta aquí. Su bolsa de jugador de bolos.

-¿Alguien la vio?, ¿la describió?

-No, no hacía falta describirla. ¿Se fijó en que vine corriendo por la acera? Estaba siguiendo el rastro. Y aquí mismo... eche una mirada al suelo, debajo del taburete. Mire. Cómo puede observar no llevaba una bola en su bolsa. Las bolas no gotean.

Me senté en mi taburete y la habitación pareció dar vueltas. No me había fijado en la sangre antes. Levanté la cabeza. Un policía entró en el local. Había venido corriendo a juzgar por cómo resoplaba, pero su rostro no estaba sofocado. Tenía un color blanco verdoso.

-¿Le alcanzaron? -preguntó el sargento.

-Lo que quedó de él -el policía apartó la mirada-. No quiso detenerse. Disparamos por encima de su cabeza, a lo mejor oyó usted el disparo. Saltó la valla que hay detrás de esta manzana, corrió hacia la vía y lo arrolló un mercancías.

-¿Está muerto?

El sargento soltó una palabrota entre dientes.

-Entonces no podemos estar seguros -comentó-. Quizá, después de todo, no era más que un ratero.

-Ya lo verá -dijo el policía- Hanson trae su bolsa. Cayó lejos de él cuando el tren le embistió.

En aquel momento, otro policía entró con la bolsa. El sargento se la quitó de las manos y la puso sobre el mostrador.

-¿Era ésta la que llevaba? -me preguntó.

-Sí.

La voz se me pegó a la garganta. Me volví, no quería ver cómo el sargento abría la bolsa. Ni quería ver sus rostros cuando miraran dentro. Pero, naturalmente, les oí. Creo que Hanson se mareó.

Di al sargento mí declaración oficial, tal como me pidió. Quería un nombre y una dirección y se los di. Hanson tomó nota de todo y me hizo firmar.

Le conté la conversación con el desconocido, toda la teoría del asesinato como manía o pasatiempo, la idea de elegir a los desgraciados de este mundo como víctimas, porque nadie les echaría en falta.

-Suena a loco, cuando se habla así, ¿verdad? Yo todo el tiempo creí que hacía comedia.

El sargento miró la bolsa y luego me miró a mí:

-No era comedia. Era, probablemente, la manera de funcionar de la mente de un asesino. Conozco bien su historia... todos los de la Policía han estudiado los casos del Sajatorsos, durante años. La historia concuerda. El asesino dejó la ciudad hace veinte años, cuando la cosa se puso difícil. Probablemente se alistó en Europa y, tal vez, se quedó en los países ocupados cuando terminó la guerra. Después sintió la necesidad de volver a empezar de nuevo.

-¿Por qué? -pregunté.

-¡Quién sabe! Puede que para él fuera un pasatiempo. Una especie de juego. Quizá le gustaba ganar trofeos. Pero imagínese el valor que tuvo, metiéndose en plena Convención de jugadores de bolos y llevando a cabo semejante cosa. Con una bolsa para poder llevarse...

Imagino que se fijó en mi expresión, porque apoyó su mano en mi hombro.

-Perdóneme. Comprendo cómo se siente. Estuvo en gran peligro, hablando así con él. Probablemente el más inteligente de los asesinos psicópatas que jamás hayan vivido. Considérese afortunado.

Asentí y me dirigí a la puerta. Todavía podría alcanzar el tren de medianoche. Coincidía con el sargento sobre el riesgo corrido, y sobre el más inteligente de los asesinos psicópatas del mundo.

También estuve de acuerdo en lo afortunado que era. Quiero decir cuando, en el ultimo momento, el ratero salió huyendo de la taberna y yo le entregué la bolsa que goteaba. Fue una suerte para mí que jamás pudiera darse cuenta de que había cambiado mi bolsa por la suya.

FIN

Cuento de ciencia ficción

Encuentro nocturno, de Ray Bradbury

Antes de subir hacia las colinas azules, Tomás Gómez se detuvo en la solitaria estación de gasolina.

-Aquí se sentirá usted bastante solo -le dijo al viejo.

El viejo pasó un trapo por el parabrisas de la camioneta.

-No me quejo.

-¿Le gusta Marte?

-Muchísimo. Siempre hay algo nuevo. Cuando llegué aquí el año pasado, decidí no esperar nada, no preguntar nada, no sorprenderme por nada. Tenemos que mirar las cosas de aquí, y qué diferentes son. El tiempo, por ejemplo, me divierte muchísimo. Es un tiempo marciano. Un calor de mil demonios de día y un frío de mil demonios de noche. Y las flores y la lluvia, tan diferentes. Es asombroso. Vine a Marte a retirarme, y busqué un sitio donde todo fuera diferente. Un viejo necesita una vida diferente. Los jóvenes no quieren hablar con él, y con los otros viejos se aburre de un modo atroz. Así que pensé: lo mejor será buscar un sitio tan diferente que uno abre los ojos y ya se entretiene. Conseguí esta estación de gasolina. Si los negocios marchan demasiado bien, me instalaré en una vieja carretera menos bulliciosa, donde pueda ganar lo suficiente para vivir y me quede tiempo para sentir estas cosas tan diferentes.

-Ha dado usted en el clavo -dijo Tomás. Sus manos le descansaban sobre el volante. Estaba contento. Había trabajado casi dos semanas en una de las nuevas colonias y ahora tenía dos días libres y iba a una fiesta.

-Ya nada me sorprende -prosiguió el viejo-. Miro y observo, nada más. Si uno no acepta a Marte como es, puede volverse a la Tierra. En este mundo todo es raro; el suelo, el aire, los canales, los indígenas (aun no los he visto, pero dicen que andan por aquí) y los relojes. Hasta mi reloj anda de un modo gracioso. Hasta el tiempo es raro en Marte. A veces me siento muy solo, como si yo fuese el único habitante de este planeta; apostaría la cabeza. Otras veces me siento como si me hubiera encogido y todo lo demás se hubiera agrandado. ¡Dios! ¡No hay sitio como éste para un viejo! Estoy siempre alegre y animado. ¿Sabe usted cómo es Marte? Es como un juguete que me regalaron en Navidad, hace setenta años. No sé si usted lo conoce. Lo llamaban calidoscopio: trocitos de vidrio o de tela de muchos colores. Se levanta hacia la luz y se mira y se queda uno sin aliento. ¡Cuántos dibujos! Bueno, pues así es Marte. Disfrútelo. Tómelo como es. ¡Dios! ¿Sabe que esa carretera marciana tiene dieciséis siglos y aún está en buenas condiciones? Es un dólar cincuenta. Gracias. Buenas noches.

Tomás se alejó por la antigua carretera, riendo entre dientes.

Era un largo camino que se internaba en la oscuridad y las colinas. Tomás, con una sola mano en el volante, sacaba con la otra, de cuando en cuando, un caramelo de la bolsa del almuerzo. Había viajado toda una hora sin encontrar en el camino ningún otro automóvil, ninguna luz. La carretera solitaria se deslizaba bajo las ruedas y sólo se oía el zumbido del motor. Marte era un mundo silencioso, pero aquella noche el silencio era mayor que nunca. Los desiertos y los mares secos giraban a su paso y las cintas de las montañas se alzaban contra las estrellas.

Esta noche había en el aire un olor a tiempo. Tomás sonrió. ¿Qué olor tenía el tiempo? El olor del polvo, los relojes, la gente. ¿Y qué sonido tenía el tiempo? Un sonido de agua en una cueva, y una voz muy triste y unas gotas sucias que caen sobre cajas vacías y un sonido de lluvia. Y aún más, ¿a qué se parecía el tiempo? A la nieve que cae calladamente en una habitación oscura, a una película muda en un cine muy viejo, a cien millones de rostros que descienden como esos globitos de Año Nuevo, que descienden y descienden en la nada. Eso era el tiempo, su sonido, su olor. Y esta noche (y Tomás sacó una mano fuera de la camioneta), esta noche casi se podía tocar el tiempo.

La camioneta se internó en las colinas del tiempo. Tomás sintió unas punzadas en la nuca y se sentó rígidamente, con la mirada fija en el camino.

Entraba en una muerta aldea marciana; paró el motor y se abandonó al silencio de la noche. Maravillado y absorto contempló los edificios blanqueados por las lunas. Deshabitados desde hacía siglos. Perfectos. En ruinas, pero perfectos.

Puso en marcha el motor, recorrió algo más de un kilómetro y se detuvo nuevamente. Dejó la camioneta y echó a andar llevando la bolsa de comestibles en la mano, hacia una loma desde donde aún se veía la aldea polvorienta. Abrió el termos y se sirvió una taza de café. Un pájaro nocturno pasó volando. La noche era hermosa y apacible.

Unos cinco minutos después se oyó un ruido. Entre las colinas, sobre la curva de la antigua carretera, hubo un movimiento, una luz mortecina y luego un murmullo.

Tomás se volvió lentamente, con la taza de café en la mano derecha.

Y asomó en las colinas una extraña aparición.

Era una máquina que parecía un insecto de color verde jade, una mantis religiosa que saltaba suavemente en el aire frío de la noche, con diamantes verdes que parpadeaban sobre su cuerpo, indistintos, innumerables, y rubíes que centelleaban con ojos multifacéticos. Sus seis patas se posaron en la antigua carretera, como las últimas gotas de una lluvia, y desde el lomo de la máquina un marciano de ojos de oro fundido miró a Tomás como si mirara el fondo de un pozo.

Tomás levantó una mano y pensó automáticamente:

¡Hola!, aunque no movió los labios. Era un marciano. Pero Tomás había nadado en la Tierra en ríos azules mientras los desconocidos pasaban por la carretera, y había comido en casas extrañas con gente extraña y su sonrisa había sido siempre su única defensa. No llevaba armas de fuego. Ni aun ahora advertía esa falta aunque un cierto temor le oprimía el pecho.

También el marciano tenía las manos vacías. Durante unos instantes, ambos se miraron en el aire frío de la noche.

Tomás dio el primer paso.

-¡Hola! -gritó.

-¡Hola! -contesto el marciano en su propio idioma. No se entendieron.

-¿Has dicho hola? -dijeron los dos.

-¿Qué has dicho? -preguntaron, cada uno en su lengua.

Los dos fruncieron el ceño.

-¿Quién eres? -dijo Tomás en inglés.

-¿Qué haces aquí -dijo el otro en marciano.

-¿A dónde vas? -dijeron los dos al mismo tiempo, confundidos.

-Yo soy Tomás Gómez,

-Yo soy Muhe Ca.

No entendieron las palabras, pero se señalaron a sí mismos, golpeándose el pecho, y entonces el marciano se echó a reír.

-¡Espera!

Tomás sintió que le rozaban la cabeza, aunque ninguna mano lo había tocado.

-Ya está -dijo el marciano en inglés-. Así es mejor.

-¡Qué pronto has aprendido mi idioma!

-No es nada.

Turbados por el nuevo silencio, ambos miraron el humeante café que Tomás tenía en la mano.

-¿Algo distinto? -dijo el marciano mirándolo y mirando el café, y tal vez refiriéndose a ambos.

-¿Puedo ofrecerte una taza? -dijo Tomás.

-Por favor.

El marciano descendió de su máquina.

Tomás sacó otra taza, la llenó de café y se la ofreció.

La mano de Tomás y la mano del marciano se confundieron, como manos de niebla.

-¡Dios mío! -gritó Tomás, y soltó la taza.

-¡En nombre de los Dioses! -dijo el marciano en su propio idioma.

-¿Viste lo que pasó? - murmuraron ambos, helados por el terror.

El marciano se inclinó para tocar la taza, pero no pudo tocarla.

-¡Señor! -dijo Tomás.

-Realmente... -comenzó a decir el marciano. Se enderezó, meditó un momento, y luego sacó un cuchillo de su cinturón.

-¡Eh! -gritó Tomás.

-Has entendido mal. ¡Tómalo!

El marciano tiró al aire el cuchillo. Tomás juntó las manos. El cuchillo le pasó a través de la carne. Se inclinó para recogerlo, pero no lo pudo tocar y retrocedió, estremeciéndose.

Miró luego al marciano que se perfilaba contra el cielo.

-¡Las estrellas! -dijo.

-¡Las estrellas! -respondió el marciano mirando a Tomás.

Las estrellas eran blancas y claras más allá del cuerpo del marciano, y lucían dentro de su carne como centellas incrustadas en la tenue y fosforescente membrana de un pez gelatinoso; parpadeaban como ojos de color violeta en el estómago y en el pecho del marciano, y le brillaban como joyas en los brazos.

-¡Eres transparente! -dijo Tomás.

-¡Y tú también! -replicó el marciano retrocediendo.

Tomás se tocó el cuerpo, sintió su calor y se tranquilizó. «Yo soy real», pensó.

El marciano se tocó la nariz y los labios.

-Yo tengo carne -murmuró-. Yo estoy vivo.

Tomás miró fijamente al fío.

-Y si yo soy real, tú debes de estar muerto.

-¡No! ¡Tú!

-¡Un espectro!

-¡Un fantasma!

Se señalaron el uno al otro y la luz de las estrellas les brillaba en los miembros como dagas, como trozos de hielo, como luciérnagas, y se tocaron otra vez y se descubrieron intactos, calientes, animados, asombrados, despavoridos, y el otro, ah, si, ese otro, era sólo un prisma espectral que reflejaba la acumulada luz de unos mundos distantes.

Estoy borracho, pensó Tomás. No se lo contaré mañana a nadie. No, no.

Se miraron un tiempo, de pie, inmóviles, en la antigua carretera.

-¿De dónde eres? -preguntó al fin el marciano.

-De la Tierra.

-¿Qué es eso?

Tomás señaló el firmamento.

-¿Cuándo llegaste?

-Hace más de un año, ¿no recuerdas?

-No.

-Y todos ustedes estaban muertos, así lo creímos. Tu raza ha desaparecido casi totalmente ¿no lo sabes?

-No. No es cierto.

-Sí. Todos muertos. Yo vi los cadáveres. Negros, en las habitaciones, en las casas. Muertos. Millares de muertos.

-Eso es ridículo. ¡Estamos vivos!

-Escúchame. Marte ha sido invadido. No puedes ignorarlo. Has escapado.

-¿Yo? ¿Escapar de qué? No entiendo lo que dices. Voy a una fiesta en el canal, cerca de las montañas Eniall. Allí estuve anoche. ¿No ves la ciudad?

Tomás miró hacia donde indicaba el marciano y vio las ruinas.

-Pero cómo, esa ciudad está muerta desde hace miles de años.

El marciano se echó a reír.

-¡Muerta! Dormí allí anoche.

-Y yo estuve allí la semana anterior y la otra, y hace un rato, y es un montón de escombros. ¿No ves las columnas rotas?

-¿Rotas? Las veo perfectamente a la luz de la luna. Intactas.

-Hay polvo en las calles -dijo Tomás.

-¡Las calles están limpias!

-Los canales están vacíos.

-¡Los canales están llenos de vino de lavándula!

-Está muerta.

-¡Está viva! -protestó el marciano riéndose cada vez más-. Oh, estás muy equivocado ¿No ves las luces de la fiesta? Hay barcas hermosas esbeltas como mujeres, y mujeres hermosas esbeltas como barcas; mujeres del color de la arena, mujeres con flores de fuego en las manos. Las veo desde aquí, pequeñas, corriendo por las calles. Allá voy, a la fiesta. Flotaremos en las aguas toda la noche, cantaremos, beberemos, haremos el amor. ¿No las ves?

-Tu ciudad está muerta como un lagarto seco. Pregúntaselo a cualquiera de nuestro grupo. Voy a la Ciudad Verde. Es una colonia que hicimos hace poco cerca de la carretera de Illinois. No puedes ignorarlo. Trajimos trescientos mil metros cuadrados de madera de Oregón, y dos docenas de toneladas de buenos clavos de acero, y levantamos a martillazos los dos pueblos más bonitos que hayas podido ver. Esta noche festejaremos la inauguración de uno. Llegan de la Tierra un par de cohetes que traen a nuestras mujeres y a nuestras amigas. Habrá bailes y whisky...

El marciano estaba inquieto.

-¿Dónde está todo eso?

Tomás lo llevó hasta el borde de la colina y señaló a lo lejos.

-Allá están los cohetes. ¿Los ves?

-No.

-¡Maldita sea! ¡Ahí están! Esos aparatos largos y plateados.

-No.

Tomás se echó a reír.

-¡Estás ciego!

-Veo perfectamente. ¡Eres tú el que no ve!

-Pero ves la nueva ciudad, ¿no es cierto?

-Yo veo un océano, y la marea baja.

-Señor, esa agua se evaporó hace cuarenta siglos.

-¡Vamos, vamos! ¡Basta ya!

-Es cierto, te lo aseguro.

El marciano se puso muy serio.

-Dime otra vez. ¿No ves la ciudad que te describo? Las columnas muy blanca, las barcas muy finas, las luces de la fiesta... ¡Oh, lo veo todo tan claramente! Y escucha... Oigo los cantos. ¡No están tan lejos!

Tomás escuchó y sacudió la cabeza.

-No.

-Y yo, en cambio, no puedo ver lo que tú me describes -dijo el marciano.

Volvieron a estremecerse. Sintieron frío.

-¿Podría ser?

-¿Qué?

-¿Dijiste que «del cielo»?

-De la Tierra.

-La Tierra, un nombre, nada -dijo el marciano-. Pero... al subir por el camino hace una hora... sentí...

Se llevó una mano a la nuca.

-¿Frío?

-Sí.

-¿Y ahora?

-Vuelvo a sentir frío. ¡Qué raro! Había algo en la luz, en las colinas, en el camino... -dijo el marciano-. Una sensación extraña... El camino, la luz... Durante unos instante creí ser el único sobreviviente de este mundo.

-Lo mismo me pasó a mí -dijo Tomás, y le pareció estar hablando con un amigo muy íntimo de algo secreto y apasionante.

El marciano meditó unos instantes con los ojos cerrados.

-Sólo hay una explicación. El tiempo. Sí. Eres una sombra del pasado.

-No. Tú, tú eres del pasado -dijo el hombre de la Tierra.

-¡Qué seguro estas! ¿Cómo es posible afirmar quién pertenece al pasado y quién al futuro? ¿En qué año estamos?

-En el año dos mil dos.

-¿Qué significa eso para mí?

Tomás reflexionó y se encogió de hombros.

-Nada.

-Es como si te dijera que estamos en el año 4462853 S.E.C. No significa nada. Menos que nada. Si algún reloj nos indicase la posición de las estrellas...

-¡Pero las ruinas lo demuestran! Demuestran que yo soy el futuro, que yo estoy vivo, que tú estás muerto.

-Todo en mí lo desmiente. Me late el corazón, mi estómago siente hambre, mi garganta sed. No, no. Ni muertos, ni vivos, más vivos que nadie, quizá. Mejor, entre la vida y la muerte. Dos extraños cruzan en la noche. Nada más. Dos extraños que pasan. ¿Ruinas dijiste?

-Sí. ¿Tienes miedo?

-¿Quién desea ver el futuro? ¿Quién ha podido desearlo alguna vez? Un hombre puede enfrentarse con el pasado, pero pensar... ¿Has dicho que las columnas se han desmoronado? ¿Y que el mar está vacío y los canales, secos y las doncellas muertas y las flores marchitas? -El marciano calló y miró hacia la ciudad lejana. -Pero están ahí. Las veo. ¿No me basta? Me aguardan ahora, y no importa lo que digas.

Y a Tomás también lo esperaban los cohetes, allá a lo lejos, y la ciudad, y las mujeres de la Tierra.

-Jamás nos pondremos de acuerdo -dijo.

-Admitamos nuestro desacuerdo -dijo el marciano-. ¿Qué importa quién es el pasado o el futuro, si ambos estamos vivos? Lo que ha de suceder sucederá, mañana o dentro de diez mil años. ¿Cómo sabes que esos templos no son los de tu propia civilización, dentro de cien siglos, desplomados y en ruinas? ¿No lo sabes? No preguntes entonces. La noche es muy breve. Allá van por el cielo los fuegos de la fiesta, y los pájaros.

Tomás tendió la mano. El marciano lo imitó. Sus manos no se tocaron, se fundieron atravesándose.

-¿Volveremos a encontrarnos?

-¡Quién sabe! Tal vez otra noche.

-Me gustaría ir contigo a la fiesta.

-Y a mí me gustaría ir a tu ciudad y ver esa nave de que me hablas y esos hombres, y oír todo lo que sucedió.

-Adiós -dijo Tomás.

-Buenas noches.

El marciano voló serenamente hacia las colinas en su vehículo de metal verde. El terrestre se metió en su camioneta y partió en silencio en dirección contraria.

-¡Dios mío! ¡Qué pesadillas! -suspiró Tomás, con las manos en el volante, pensando en los cohetes, en las mujeres, en el whisky, en las noticias de Virginia, en la fiesta.

-¡Qué extraña visión! -se dijo el marciano, y se alejó rápidamente, pensando en el festival, en los canales, en las barcas, en las mujeres de ojos dorados, y en las canciones.

La noche era oscura. Las lunas se habían puesto. La luz de las estrellas parpadeaba sobre la carretera ahora desierta y silenciosa. Y así siguió, sin un ruido, sin un automóvil, sin nadie, sin nada, durante toda la noche oscura y fresca.